Veinte años después, y siempre, la vida te da sorpresas

La conversación entre Rubén Blades y Leonardo Padura abre su libro de entrevistas, ‘Los rostros de la Salsa’. Si uno no conoce a Rubén Blades, o mejor dicho, si conoce solo al artista Rubén Blades que durante ya casi cinco décadas ha ocupado un espacio de privilegio en el firmamento de la música popular y bailable latinoamericana, y también conoce, por supuesto, que este panameño, músico, compositor, arreglista, escritor incluso, ha sido un hombre de una sostenida cercanía cultural y civil con la política (aspirante a la presidencia de su país, ministro allí por cinco años), podría tener la impresión de que en lo esencial sabe quién es, hasta sabe cómo piensa, pero le aseguro que todavía le falta saber algunas cosas importantes sobre él.

Ese Rubén Blades público y a la vez cercano, icónico y espectacular en su sobriedad, era el que yo conocía, como casi todo el mundo. A ese artista yo había tenido la oportunidad de entrevistarlo muy a principios de la década de 1990, en la ciudad asturiana de Gijón, y hasta de acompañarlo un par de horas en una tarde en que recorría las zapaterías del centro de esa ciudad en busca de lo que venden en un lugar donde podía moverse como un cliente sin que nadie lo reconociera y le expresara respeto o admiración. Y ese Rubén Blades me parecía un tipo justamente admirable.

Pero a veces la vida te da sorpresas, definitivamente. Y el ejercicio de la literatura, bonitas recompensas. Y una de ellas –sorpresa y recompensa juntas- me llegó hace cuatro años cuando, a través de un periodista panameño amigo de Rubén, recibí una invitación para que el músico, lector de mis novelas, y yo, consumidor de su obra, nos encontráramos y planeáramos un posible trabajo en conjunto. Fue entonces cuando mi compañera Lucía y yo entramos en el conocimiento del universo más personal y auténtico de la figura que habíamos escuchado cantar, que admirábamos, al que incluso yo había entrevistado… sin que él recordara muy bien aquel trance lejano.

Desde entonces, por cuestiones laborales y por afinidades personales Lucía y yo hemos sostenido una relación de cercanía con Rubén gracias a la cual hemos podido conocer las verdaderas dimensiones de su coherencia, su generosidad, su inteligencia, su disciplina vital y laboral, y también su integridad ética y humana. Hemos podido comprobar, en cercanía, que Rubén es un gran artista y, sobre todo, una gran persona.

Fue esta última de sus cualidades la que lo impulsó a resistir con generosidad durante varios meses el asedio que significó responder a la entrevista que sigue, indispensable para lo que yo pretendía hacer: una reedición, veinte años después, de un puñado de entrevistas a figuras de la música Salsa o cercanas a ese universo musical.

Porque hoy Rubén es el mejor testigo, todavía protagonista, de lo que han sido los procesos de nacimiento, crecimiento, decadencia comercial y permanencia cultural de un tipo de música que, moviendo los pies de las gentes, también les ha movido por décadas las neuronas y el corazón.

Mirar la Salsa desde las alturas de las postrimerías de la segunda década del siglo XXI, conocer lo que en cada momento significó y ahora todavía significa, y más si es observada desde la perspectiva crítica de esta figura icónica, entrañaba para el libro una necesidad y para mí como entrevistador, un privilegio. Y será para los lectores una inmejorable manera de entrar, veinte años después, en un universo cultural al cual siempre debemos agradecer la creación de un movimiento capaz de englobar la tradición y el presente del Caribe hispano, a través de lo que ha sido su mejor modo de expresión: la música. Y recorrer un pedacito notable de esa manifestación de la mano de ese conocido que vale la pena conocer mejor, que se llama Rubén Blades, el hijo de la cubana Anoland.